jueves, 21 de junio de 2007

Minimalismo

Oh, el minimalismo. Menos es más...

No voy a arremeter contra ese sacrosanto ideario del arte oficial (anti-arte, quiero decir)...

Hace años, el minimalismo era algo conocido sólo por una élite que teníamos información sobre Sol Le Witt y Philip Glass, etc, pero ahora todo el mundo lo conoce: se ha convertido en una tendencia del diseño y el interiorismo, y desde los interiores de las casas más "chic" hasta los tenedores de mango ancho o las pajitas de sorber negras en los restaurantes esos en los que la ensalada se acumula en forma de torrija en el medio de un plato cuadrado enorme y tienes que tener cuidado para que un espárrago no te saque un ojo.

El minimalismo triunfante es tan popular, que de hecho no se puede decir que sea una tendencia, sino que es la tendencia del diseño actual.

Pero qué le voy a hacer. A mí no me gusta. No sé si es porque soy incapaz de tener mi mesa ordenada, o porque nací gallego y traigo el horror vacui de fábrica, pero nada, he fracasado en mi intento de apreciarlo.

No digo que no me agrade la combinación de colores, las líneas puras, los materiales exquisitos... pero al entrar en una cafetería negriblanca en la que todo es cuadrado o circular, me entra una congoja, una angustia... de repente recuerdo las tardes en los caminos rurales, en plena naturaleza, con una infinidad de especies vegetales y animales entremezcladas luchando por imponerse, el espectáculo frondoso de la vida... o la visita a algún monumento del barroco florido.

En esta moda del minimalismo decorativo -perdón por la paradoja- no dejo de ver una fuerte influencia japonesa. Pero como siempre, nuestro Imperio, cuando copia, lo hace mal. Los interiores japoneses tradicionales, sobrios, en colores básicos como el negro, el blanco, el rojo, con formas simples y ortogonales, puertas correderas... no son tan feos, ni tan agobiantes. ¿Por qué, si los elementos son los mismos?

Porque en arte, y en diseño -que es un trocito del arte- impera una ley universal y muy antigua: el contraste. En música, sin presto no hay adagio, sin fortissimo no hay pianissimo, y sin ornamento no hay simplicidad. La ley del contraste afecta a colores, formas, sonidos... y su dominio es la misma esencia del oficio del artista.

Los japoneses, muy sabiamente, incluían en sus interiores protominimalistas llamativos centros de flores, delicados grabados o pinturas, complicados diseños caligráficos, por no hablar de los peinados refinados, los vestidos complejos y estampados con intrincados dibujos...

En cambio en nuestras sosas cafeterías minimalistas los camareros van de negro, la vajillla tiene líneas puras, las luces están uniformemente repartidas, y hasta la comida tiene una cuidada presentación geométrica... ¡Socorro!

Aunque lo peor de todo es que ni siquiera esto es novedoso, en realidad la ineptitud para ornamentar, la falta de buen gusto para las florituras se ha dado en muchas épocas, pero sólo ahora se presenta esta pobreza, esta escasez de talento y oficio como una ventaja. La decoración japonesa de interiores, tomada superficialmente, es la perfecta coartada para esconder la ausencia de sentido estético. En nuestro diseño occidental se renuncia a nuestro legado técnico y artístico tradicionales, y a cambio se exhibe con orgullo la coherencia, la uniformidad, la simplicidad, las formas puras... el minimalismo... supuestas cualidades que al final significan sosez, aburrimiento, falta de recursos, pobreza... y todo por un estúpido complejo o miedo a caer en lo kitsch.

Es el razonamiento de Bush: para evitar hacer ornamentación de mal gusto eliminamos los adornos=para evitar incendios eliminamos los árboles.

Y así seguimos, dándole vueltas al pabellón de Alemania de Mies Van Der Rohe y su silla Barcelona. ¡Tanta revolución artística, tanta vanguardia, tanto diseño... y continuamos anclados en 1929!