sábado, 22 de agosto de 2009

La belleza y la vanguardia

Hoy he estado escuchando, mientras limpiaba el coche por dentro, un magnífico programa de Radio Clásica, titulado "Los Imprescindibles", que en esta ocasión comentó y emitió "La Consagración de la Primavera", de Ígor Stravinski.

Este es un programa educativo, por así decirlo. Se elige una pieza musical y se comenta. Sirve para ir haciéndose una lista de obras imprescindibles de la música, o al menos de algunas de las más importantes. Pero lo que me gustó de este programa fue el criterio de su presentador (y director),imagen podcast José Luis Nieto. En muchas ocasiones el profano, al acercarse a programas educativos, textos divulgativos, etc, sobre arte, saca un poco la impresión de que el arte contemporáneo, sea pintura, música, literatura... es un camino cada vez más acelerado hacia la extravagancia. Que el placer acaba estando fuera de sus posibilidades, y que en lugar de disfrutar de una obra de vanguardia, es necesario "hacer los deberes" pacientemente, soportando un tostón de pinceladas, notas o epítetos para poder decir "conozco tal obra".

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En lugar de esto, el director del programa deja muy claro su intención programática: las obras son importantes no sólo por su influencia o la literatura que hayan generado, sino ante todo por el placer que provocan. Y en el caso de "La Consagración de la Primavera", una obra estrenada con escándalo, tildada tantas veces de revolucionaria, y que tan fácil pone el explotar su sorprendente novedad, Nieto destaca, sobre todo, su gran belleza y su inmensa capacidad de provocar emociones, destacándola como uno de los mayores logros de toda la historia de la Música.

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Y, para mí, ésa es la clave. Si las vanguardias artísticas han sido grandes, si han tenido importancia no ha sido por el juego de extravagancias y anécdotas curiosas, como el burro en el piano de Dalí o el mismo urinario de Duchamp. Lo han sido porque algunas de las más intensas, grandiosas y sobrecogedoras cumbres de la creación humana han tenido lugar gracias a los artistas de vanguardia, quizá en su momento motivados por la extravagancia o el afán de destacar, pero que al final han dado como fruto obras musicales como "La Consagración de la Primavera", "Pierrot Lunaire", o pinturas como el "Guernica" de Picasso, el "Autorretrato con bufanda roja" de Max Beckmann, los sensuales desnudos o los bellísimos retratos de Modigliani o las inquietantes composiciones de Balthus. En estas, como en tantas otras obras de tema incluso desagradable, descarnado, la mayor excelencia -que diría Gombrich- y la belleza más desatada aparecen con tal intensidad que los grandes del pasado no se echan en falta. El arte de vanguardia y el posterior no tiene nada que ver con la mediocridad de las más conocidas "ocurrencias" que los apóstoles del conceptualismo se empeñan en presentarnos como piezas clave de la modernidad.

Amadeo Modigliani

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4 comentarios:

Carlos Sánchez Gutiérrez dijo...

Anxo, a propósito de tu muy buen artículo, me permito poner esto que sigue, que escribí hace un tiempo, y que espero no resulte demasiado largo para este blog. Pensé que podreia ser de interés. Saludos, Carlos Sánchez G.
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Recientemente el destino me colocó frente a un televisor con el fin de enfrentar un inusual proyecto. Armado con una serie de videos de óperas de las (mal) llamadas “difíciles” (Erwartung, del maestro vienés Arnold Schoenberg; Wozzeck, de su pupilo Alban Berg y El Castillo de Barba Azul, del húngaro Béla Bartók), me postré frente a la pantalla al lado de una dama inteligente y sensible que, sin embargo, nunca había visto una ópera completa, menos aún algo tan disonante, cacofónico, intelectual, difícil, atonal, abigarrado, complejo, modernista, vanguardista o elitista como suele llamársele a la música de los tres compositores europeos que menciono líneas arriba.

Yo que vivo de la música y que, además, admiro profundamente la obra de Bartók, Berg y Schoenberg, confieso haber tenido que reprimir mi angustia ante lo que yo mismo pensé sería un supremo via crucis para mi pobre co-videovidente. Pensé: a Barba Azul, como sea se lo sopla, con sus melodías medianamente memorables y su inofensiva orquestación—muy colorida y casi neo-clásica—. Pero las otras dos: el angular y alucinado drama simbólico de Schoenberg y el vertiginoso y oscilantemente atonal descenso de Wozzeck rumbo a la locura y el crimen, ésos no cualquiera los tolera. Pensé más: a los quince minutos de séptimas menores, tritonos, esquizofrenia tonal y simbolismo exacerbado, seguro salimos corriendo, ella en busca de un té te tila y yo por una copia de Bambi.

Pero no fue así. Nos echamos al plato el Barba Azul, el Erwartung y el Wozzeck y lo hicimos ensimismados, emocionados y de corrido. Algo así como seis horas de expresionismo musical, disonancias emancipadas, gestualidades extremas, instrumentación alucinada y drama palpitante. Suficiente como para morir en el intento, muchos dirían. Y murieron en pantalla las siete esposas de Barba Azul, el marido que nunca llega a la cita con la mujer en Erwartung y, claro, la bella Marie—ésta a manos del despechado y enloquecido Franz Wozzeck.

Pero de este lado no solo no hubo decesos que lamentar, sino que del heróico lance quedó mi acompañante con ganas de más, de mucho más, amarrada al caballo del modernismo cual Cid Campeador: “¿cuándo nos echamos Lulu—la otra obra maestra de Berg—; o Moisés y Arón (del tutor del primero—ésta mucho más larga y con hartos personajes—) o, ya entrados como andamos, las seis horas del Francisco de Asís de Messiaen cuyo Ángel Azul, me dicen, sería capaz de convencer al mismo Stalin de la existencia de Dios o, para rematar, esa aventura bruegheliana de Ligeti, Le Grande Macabre, que viene con todo incluído: un cha-cha-chá, una passacaglia, una overtura para doce cláxons, esa aria para soprano coloratura que Mozart podría haberle compuesto a su Reina de la Noche y nada menos que ¡el meritito fin del mundo!?”

En estos días en los que tantas orquestas y compañías de ópera pierden su tiempo con espectáculos a tres tenores, caramelos musicales, “la sinfónica va al cine” y demás disparates, todo ello con el fin de atraer a un público masivo que, a pesar de sus esfuerzos, sigue sin llegar, bien valdría la pena hacer el experimento que hice yo: pongamos a la gente de cara al espectáculo de la música moderna y dejemos que sean su sensibilidad e inteligencia las que decidan. Habrán quienes corran despavoridos y en pos de lo familiar y lo complaciente. Pero otros, estoy seguro, se quedarán en sus butacas, entonando a coro con mi compañera de experimentos un sonoro “¡otra, otra, otra!”

Anxo Varela dijo...

Gracias, Carlos, por compartir con nosotros este hermosísimo texto.

No puedo estar más de acuerdo. Cuando hay talento, los prejuicios se evaporan; una persona sensible al arte es capaz de disfrutar de una obra de arte actual, de hace cien, mil o diez mil años. Ese es el verdadero poder del arte.

A este respecto, es curioso, hace poco descubrí, junto a mi esposa, que el término "empatía", tan común hoy incluso en Medicina, precisamente fue acuñado para expresar esa increíble capacidad de conmovernos que posee el arte, traspasando las diferencias temporales y geográficas.

Para mí, cuando estudiaba la secundaria, descubrir que existía todo un mundo de música y arte contemporáneos, hechos con talento y poseedores de arrebatadora fuerza y belleza fue toda una revelación. Me volví forofo de Stravinsky, Ligeti, Takemitsu, Alban Berg... de Picasso, Hockney, Antonio López, Mondrian, Schiele, Klimt, Modigliani, Freud, Kitaj, Kandinsky, Soutine, Beckmann, Grosz, Derain, Balthus...

Aunque hay tantos y tantos autores maravillosos en el pasado, los que nos anteceden más recientemente o conviven con nosotros pueden hablar en nuestro mismo idioma, contarnos cosas que sentimos más de cerca. He pasado repetidas tardes empapándome de Bernstein o Stravinsky, o admirando en mi recuerdo las pinturas vistas de Freud, Hockney, Hopper o algún pintor gallego. Ellos demuestran que el gran arte no es algo exclusivo del pasado.

Por eso es tan triste que unos -los pompiers - se hagan una coraza que los aísla del presente, negándose a conocer siquiera el gran arte que se crea hoy día. O que, aislándose tanto de ese gran arte actual como del gran arte del pasado, los pompiers de vanguardia -por usar el término de Stravinsky- rechacen todo el gran arte, presente y pasado, refugiándose en todo lo que les resulte raro, complacidos de adentrarse cada vez más en terrenos extraños en los que la extravagancia es un fin en sí mismo.

Saludos

Carlos Sánchez Gutiérrez dijo...

Hola Anxo,

Me alegra que te haya gustado mi texto. Sobre el asunto de la conexión o desconexión con la música de concerto de nuestros días, me temo que lo que yo percibo son dos extremos: hay quienes sólo "consumen" arte contemporáneo (entre más nuevo, mejor) y, por otro lado, hay quienes lo detestan y contruyen esa coraza de la que hablas para protegerse de cualquier cosa que suene "moderna". El punto medio, aquel que nos permite usar nuestra sensibilidad y juicio para gozar de la belleza al margen de fechas, estilos, o clasificaciones, es el que, curiosamente, resulta poco común.

Otro asunto curioso es que, contrario a lo que me indicas en tu mensaje sobre tu actitud y gustos personales, encuentro que la música contemporánea de concierto es raramente "santo de la devoción" de artistas, escritores, o intelectuales...¡contemporáneos! Es muy frecuente encontrar que nuestros pintores actuales escuchen, no la música contemporánea de concierto que seriá el equivalente sonoro de lo que ellos hacen con la pintura, sino que prefieren el rock de moda, por ejemplo. Estos artistas se quejan de que el público no consume arte contemporáneo pero, cuando se trata de música, ellos mismos no le prestan atención a las manifestaciones, llamémosles elevadas, de la música. ¿Compartes esta observación? Me pregunto a qué se debe.

Como ejemplo de este tipo de situación, hay un blog de un muy destacado poeta mexicano, Juan Vicente de Aguinaga (http://aguinaga.blogspot.com/), en el que discute con gran erudición temas literarios, filosóficos y, en general, de "alta cultura". Jamás temas de orden "popular", o remotamente cercanos al consumo masivo. Sin embargo, en el mismo blog este poeta tiene instalado un reproductor de MP3 titulado "Esto es lo que tarareo" en donde encuentras solo Heavy Metal, Pop-Rock, música meramente comenrcial, y cosas por el estilo. En resumen, este ilustradísimo poeta nunca tararea a Takemitsu, Bernstein, o Stravinsky...

Anxo Varela dijo...

Sí que es cierto lo que dices. Mucha gente cree que música actual es sinónimo de "Los 40 Principales". Aunque me da la impresión que el fenómeno del MP3 está suponiendo el fin del dominio de las grandes discográficas en cuanto a preferencias del público.

En general la gente llega a la música culta tras pasar años escuchando música ligera. En cierto modo, a mi mujer y a mí nos ocurrió lo contrario. En principio escuchábamos sobre todo música "clásica" a todas horas. Sólo muy recientemente, y poco a poco, quizá al tener hijos, hemos ido conociendo y empezando a disfrutar de música "ligera" y "comercial".

En realidad siempre hemos escuchado algunos tipos de esa música: música "brasileira" como Toquinho, Maria Creuza... clásicos como los Beatles, Queen, algo de Jazz, algunos cantautores y semejantes, como Mercedes Sosa, José Afonso, algo de Serrat...

Pero fue sólo hace pocos años que empezamos a escuchar música más "normal" (bueno, es un decir...): Morcheeba, Goran Bregovic, Emir Kusturica, Madeleine Peyroux... nos hicimos más o menos "fans" de James Brown, Jorge Drexler, Radiohead... en nuestro ordenador hay también muchas bandas sonoras de películas...

Ahora escuchamos también música de este tipo. Incluso hemos tenido épocas de mayor proporción de "pop" que música culta, pero ahora, gracias al increíble invento del Spotify, encontrar música culta en buenas versiones al fin es fácil en Internet.

Supongo que, por otra parte, el haber indagado ya en la música "ligera" nos deja al fin libres para volver a lo que más nos gustó siempre...