sábado, 28 de julio de 2012

LA RUTA DE LOS SERES

Os dejo aquí un texto que escribí hace unos 15 o más años, que trataba sobre la Ruta de la Seda. Recuerdo que había sido un encargo de un amigo, para no recuerdo bien qué publicación.

El caso es que revisando cosas antiguas lo he encontrado, pasado a formato HTML (lo había escrito con Page Maker 5, qué tiempos aquellos).

La verdad es que me ha hecho muchísima gracia reencontrarlo. Se supone que es la crónica de un viajero por la Ruta de la Seda en la época final del Imperio Romano. Este es el texto:




LA RUTA DE LOS SERES
Crónica de Paifocles de Ardóbriga (s. III d. C.)

Manuscrito hallado, restaurado, compilado y traducido
del bajo latín por Miguel­Anxo Varela Diaz.


Hace ya cuatro años que partí con el comerciante Caius Poppeus hacia las lejanas tierras de los Seres, donde se cultiva el árbol del rico tejido de las túnicas.

Los Anales hablan de extraños habitantes más allá del reino escita, pero yo no he visto cíclopes ni grifos ni gigantes, ni ninguna otra especie de ser fabuloso. Tan solo hombres y mujeres como nosotros, aunque de curiosos rasgos y la color aceitunada. En sus curtidos rostros el fuerte sol de las estepas ara profundos surcos.

En la tierra Escita a punto estuvimos de perder la vida, pues la crueldad de este pueblo es con razón temida en todo el orbe. Nos tendieron artera emboscada y atacaron nuestra caravana. Pero los regalos generosos de Caius aplacaron su fiereza.

De sus caballos prodigiosos colgaban las cabezas de toda clase de adversarios. Hatuk, su caudillo, lucía orgulloso una capa confeccionada con las pieles de los cráneos de sus enemigos, asesinados por él mismo.

Nos invitaron a un ágape en el cual bebieron en calaveras rebanadas.

Pero la crudeza de los escitas es compensada por la libertad de que disfrutan; el escita a caballo es Centauro, ser único que al juicio del hombre une la veloz carrera y la agradable amplitud de los espacios...

Iba con nosotros un indio de Barbaricum, que decía poseer el secreto de la elaboración de la seda. Yo intenté indagar, y mediante regalos y favores conseguí ablandarlo y romper su celo, pero el indio, en lugar de mostrarme las simientes del árbol sérico, me dio unos gusanos que alimentaba con hojas de morera. En seguida vi el engaño y supe de sus intenciones, y así, le correspondí con malas palabras. Pero bien reflexioné luego que un secreto como las semillas del Árbol de la Seda, no podría estar en manos de un mortal, y que caso de estarlo, no se daría a conocer a cambio de un poco de pimienta y oro... Aprendí la enseñanza, pero ya jamás he vuelto a creer en la palabra de un indio, pues este me enseñó que la suya es una raza mentirosa y burlona.

Pero es mi propósito llegar a hacerme conocedor del secreto de la elaboración del precioso tejido, y de llevar a Roma algunas semillas del árbol sérico, con lo cual espero obtener el favor del César. Pero no creeré ni un ápice de cuanto oiga mientras yo mismo no vea deshilar la corteza del árbol misterioso y tejer sus hilos.

Desde Ardóbriga viajé por tierra hasta Roma, donde Caius Poppeus, mi amigo comerciante, cargó sus carros con los regalos para los príncipes escitas, así como las mercancías que debía cambiar por seda.

Nuestra caravana pasó días felices en Petra, donde sus habitantes han tallado la montaña con fantásticos templos y tumbas. Es Petra una ciudad enigmática, cuyas cuevas suntuosas son habitadas por gentes venidas de todos los confines del mundo.

Asimismo hemos recorrido amplias llanuras en las que a duras penas sorteado los muchos peligros que nos salían al paso. Un nativo, esclavo de Caius desde hacía años nos ha guiado a salvo por los montes de la región, hasta llevarnos a Palmira, la reina del desierto. Las leyendas sobre su fasto y belleza son sólo pálidas y burdas aproximaciones; siendo provincia del Imperio, se puede en todo comparar a Roma, aunque hoy no es ni sombra de cuanto fue.

Las mujeres de la ciudad visten ricas sedas bordadas con caprichosos diseños, y es tanto el lujo y liberalidad que se diría vivimos los tiempos antiguos en que los hombres rivalizaban en todo con los Dioses, si no fuese por la criminalidad y vida licenciosa de la bella Palmira.

En Palmira viven orientales de ojos rasgados que, siendo ricos comerciantes provenientes de la lejana tierra de los Seres, cambiaron el peligro incierto de las estepas por la vida llena de lujos de esta ciudad, que los fascinó finalmente.

Hay fieles de todas las religiones conocidas, desde sacerdotisas de Isis y del demonio Bes, hasta cristianos, maniqueos, persas de los templos del fuego, e incluso aquellos que adoran a Buda sentado.

No hay nada en Palmira que no pueda comprarse o venderse. El oro, la plata, las especias más escogidas, los objetos de ricos materiales: perlas y piedras preciosas, y las mejores y más finas sedas circulan en sus mercados como en otro lugar las verduras o la carne.

Hay gentes de todas las razas: romanos, griegos, orientales, indios de tez oscura, etíopes, egipcios... todos viven y mueren en esta segunda Roma extrañamente clavada en un desierto.

También en Palmira hay rameras de todas las especies, y el vicio y las orgías están en casa de todos. Se comentan en toda la ciudad los amores de los poderosos. Así, se sabe de los amores de cierto príncipe bárbaro con la oriental Calío, bella entre las bellas, y sus tres hermanas; o del gusto de un rico comerciante por los infantes; o de los impúdicos desvaríos de la esposa de Crasus con una mujer barbuda, de nombre Mesala, que reside en el barrio más lujoso de la ciudad, rodeada de amantes y tesoros incalculables. Las calles de Palmira son peligrosas en la noche y la guardia romana no consigue frenar los asesinatos y rapiñas. Aquí anidan como escorpiones antiguos soldados desertados, monjes dados al crimen, que contra todo sentido continúan vistiendo sus hábitos de pureza; escitas llegados del norte, y toda la ralea de criminales ávidos de riquezas.

Nosotros decidimos continuar más hacia el Oriente, y como ya he dicho, es mi propósito particular lograr fama y reconocimiento del César consiguiendo para Roma las semillas del maravilloso y tan secretamente guardado árbol sérico.

Después de visitar Palmira, en la que vivimos dos meses, aprovisionando nuestra caravana con todo aquello que precisábamos, seguimos la ruta del Norte hacia Hamadis, pues se comentaba que el camino a Seleucia estaba atestado de ladrones. En esta ruta encontramos pueblos de antiguo esplendor, entre el Éufrates y el Tigris, los cuales rendían culto al fuego, su dios, en templos que eran auténticas montañas de adobe.

En Hamadis cambiamos oro por joyas y seda, si bien en cantidad suficiente sólo para pagar los aranceles en algún puesto fronterizo. Más allá de esta ciudad, una entre tantas de la ruta, corrimos peligros hasta Bactra por toda la tierra cercana a la orilla del Mar Interior. Allí pasamos entre los Malévolos, gentes nómadas de costumbres afines a los Escitas, pero que nos respetaron gracias a nuestros rasgos para ellos exóticos, que les infundían un extraño temor. Entre las costumbres de este pueblo estaban la de la crueldad moral y el engaño y maldad para con los suyos, que quizá les haya dado nombre.

Muy diversa es la vida de los Pampos, dedicados a la agricultura, que viven en casas pequeñas. Adoran al sol, al que rinden culto con espejos, hechos de plata, o que si pertenecen a familias pobres, fabrican con barreños de cobre o de barro que llenan de agua. Estos Pampos o Heliófilos miran al sol en sus espejos tres veces al día: al amanecer, en su cénit y en el ocaso, pero tienen rigurosamente prohibido mirarlo directamente. Mas por esta costumbre de hacer entrar tan fuerte luz en sus ojos, acaban ciegos prematuramente, y muchos de ellos pronto dejan de ser útiles a sus paisanos en las labores de la tierra. A este pueblo, que ocupa apenas cinco aldeas, los malévolos, sus vecinos, llaman Xos-Kos; que en su lengua significa «torpes cegatos», porque como ya he dicho, por causa de su extraña religión, muchos quedan ciegos antes de los veinte años. Pero para ellos esta desgracia se ve compensada por un acercamiento mayor a la Divinidad.

Después de los Pampos, a los que visitamos huyendo de los salteadores que había en nuestro camino, pasamos por la morada de los Caspios, que viven de la pesca en el Mar Interior. Allí, junto al mar descansamos, y oímos noticias sobre disturbios en Seleucia.

Lo contaba un cartaginés que, siguiendo nuestro camino, había pasado por Alejandría, Copto, Berenice, Leuké Tomé, para luego llegar a Petra y Palmira. Desde entonces había seguido la Ruta del Sur hasta donde nos habíamos encontrado. Contaba el viajero que la que antaño fuera gran ciudad, hoy pequeño asentamiento, había sido destruida por segunda vez. Ya no quedaba en Seleucia piedra sobre piedra, ni persona viva. Todo había sido arrasado y ya no quedaban más que cenizas. Esto nos entristeció mucho, pues en Seleucia vivía un antiguo socio y amigo, con el que nos encontraríamos a la vuelta, y que era el alcalde de la plaza. Supimos de su muerte por boca del cartaginés.

Afligidos por la mala nueva partimos hacia Bactra, y nos topamos con caballeros armados que nos exigieron un tributo a cambio de pasar a la ciudad. Pagamos en especia, y nos permitieron franquear las puertas. Allí estuvimos ocho semanas, en las que ganamos dinero y compramos seda de la más fina calidad. En Bactra encontré un hombre de rarísimos rasgos semejante a los nómadas de cara ancha y nariz chata, que iba vestido con telas de lana teñidas de vivísimos colores, y que nos intrigó enormemente. Contaban que venía del fin del mundo, que había llegado a la ciudad desde el país de Thin, pero que aún venía de más lejos. Mascaba unas hojas que le daban fuerza y resistencia. Era vendedor en el mercado, y entre las cosas que haba traído de su lejano país, además de sus ropas y sus hojas de mascar estaban una suerte de manzanas que brotaban bajo la tierra, entre las raíces de una planta. Él mismo las cultivaba con su esposa, y las vendía en el mercado. Nosotros probamos estos frutos y su sabor era exquisito. Su carne era muy sabrosa y superaba en mucho a las castañas para acompañar las viandas... Estoy seguro que estos frutos, que él llamaba «papatae» serían muy apreciados en todo el Imperio.

Conocí también en Bactra un oriental, de nombre Su-Ying, al que sonsaqué datos sobre el modo de elaborar la seda, aunque en casi todo coincidió con lo ya sabido. Me dijo:

«Cuando el árbol de la seda esté en flor, ha de darse gracias a los dioses, sobre todo a la diosa Sang. En mi país Thin, esta diosa es la Diosa de la Seda. Pues bien, cuando este árbol está en flor ha de rascarse su corteza, con cuidado de no cortarla ni muy gruesa (pues el árbol, desprotegido, moriría) ni muy fina, pues romperíamos los hilos de seda. Así pues, una vez arañada las cortezas se meterán en agua salada durante diez días y diez noches, durante las cuales no se descuidará cambiar el agua dos veces, una al salir la luna, la otra al desaparecer en el horizonte. Así, al cabo de estos diez días y diez noches se recogerá la corteza, que ya estará hinchada y muy suave al tacto, y se lavará en el agua más clara de un río. Otra vez se rogará a los dioses y en particular a la diosa Sang, y se comenzará a deshilar la corteza y trenzar con ella los finos hilos de la seda.»


Este oriental me vendió unas simientes, semejantes al trigo, de las que decía que crecería este árbol siempre y cuando recitara correctamente las oraciones a Sang y a los otros dioses.

Pero yo me he propuesto llegar hasta la mismísima Thina, capital de la tierra de los Seres, más allá de las montañas, más allá del país de los bárbaros Satasai, y ver con mis propios ojos el cultivo de este árbol, y con el tiempo hacerme yo hábil en este cultivo para llevárselo a nuestro emperador, aunque sé que mi plan es temerario y quizá peligre mi vida, pues los Seres no permiten a nadie (y menos a un extranjero), cruzar sus fronteras con estas semillas, bajo pena de muerte. Pero yo me encomendaré a Isis, reina de los cielos y a su amado hijo, para que me protejan contra todo enemigo, contra cualquier desgracia que el Destino haya puesto en mi camino.

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